La reflexión que les quiero presentar excede a mi labor como formador y entrenador durante los tres días que duró el campamento de básquet en el que participé hace unos días, en Yopal, Colombia. Está claro que mi recorrido en el mini básquet es lo que me habilita a ser invitado a estos contextos, por eso necesito compartir la mirada sobre la experiencia para poder ampliarla.
La palabra cultura nos remite en una primera instancia al lenguaje artístico casi como algo exclusivo. En este caso, voy a intentar desafiar esa visión reduccionista e ir más allá, tomando a la construcción cultural desde una perspectiva amplia y dinámica.
Los chicos y las chicas con las que interactúe tenían las mismas características que los míos, los de mi colegio, sus saberes previos eran tan diversos y singulares como esperables, sus intereses idénticos (“profe, ¿cuándo jugamos partido?”), sus necesidades motrices, técnicas, tácticas, sociales, estructurales y perceptivas lógicamente heterogéneas. En definitiva, me encontré con algunos y algunas que jugaban bien. Y por suerte con muchos y muchas que todavía no. Lo cual marcó la diferencia.
Me sorprendió el contexto de impacto. Cada vez que la situación me lo permitió, insistí para que adaptaran la altura de los tableros a las posibilidades reales de los jugadores y las jugadoras. La idea que el mini básquet no es el básquet en miniatura me inquietaba cada vez que veía a los chicos desafiar sus niveles de fuerza descuidando la técnica para conseguir una canasta. Por un lado, emocionaba ver a las familias (casi exclusivamente mamás) mostrando y haciendo explícito su agradecimiento. Pero por el otro, sorprendía lo poco que empoderaban a sus hijos e hijas pretendiendo resolver todo lo que pasaba dentro y fuera de la cancha. Lejos estoy de juzgar lo que describo, solo me limito a contar las sensaciones que me atravesaron durante mi estadía.
Mis colegas acompañaron las clases mostrando admiración profunda a “la escuela argentina” como un sello distintivo y bien ganado. Su deseo de aprender era imposible de disimular, sin dejar de mostrar un respeto a mis tiempos, hasta sorprenderse por compartir material, mis posturas. Los clubes son academias (“vaqueros”, “pumas” “dragones”, lejos de nuestros “gimnasia y esgrimas”, “social y deportivo”) que tienen un profesor como responsable y toman canchas municipales para desarrollar sus entrenamientos. Un colegio estatal, con sus dos generosas canchas, nos abrió sus puertas (en vacaciones!) para que el campus avanzara. Fueron demasiadas situaciones culturales a las que con gusto me adapté.
La clausura, con más de 350 chicos, al ritmo de la música folclórica propia de la región, bailando joropo llanero, fue algo maravilloso. La generosidad de cada organizador, profesor, monitor, colaborador fue inmejorable. Cada vez que me manifestaban su agradecimiento por haber viajado, me preguntaba, cuánto le debo al básquet: puerta de entrada para conocer y convivir con otras culturas y seguir creciendo y conociendo con la excusa de ser entrenador de mini básquet.
por Juan Lofrano
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